lunes, 2 de marzo de 2015

El Festival Shakespeare en Ciudad Oculta

Hubo bardo en el sur de la ciudad

Desde el año pasado, la villa del barrio de Lugano es una de las sedes del festival. La iniciativa, que se dio en el marco de un programa que ofrece talleres de teatro a los niños de zonas vulnerables, también incluyó la presentación del grupo musical Laudate Dominum.

El encuentro fue parte del programa Arte para Crecer.

Por María Daniela Yaccar

“Ahí están los que murieron acá.” La frase pega y duele como un cachetazo. Es complicado seguir el diálogo con Kiara, encontrar palabras para devolverle a alguien que tiene sólo nueve años, que habla como si lo supiera todo, con una tranquilidad con la que ningún mayor diría eso. Kiara dice “acá” posiblemente sin inocencia. “Acá” es la villa, una que lleva el estigma en su nombre: Ciudad Oculta. Y “ahí”, el sitio donde están los muertos, es un santuario de ladrillo, vidriado, que tiene una Virgen, un mensaje para ella en letras de computadora, portarretratos con fotos de hombres –en su mayoría jóvenes– y ofrendas. Una latita de gaseosa, una pulsera con mostacillas, un champagne, un escudo de Nueva Chicago y cartuchos de escopeta. “El del portarretratos de colores es mi tío”, dice Kiara, y entonces se hace un silencio, de respeto, hasta que llega una amiguita de Kiara que le pregunta qué le pasó a ese otro hombre que también es un recuerdo detrás del cristal.
Es difícil y al mismo tiempo injusto hablar de la villa sin empezar por sus tristezas, con las que lo dejan a uno, que llega de otro mundo, estúpido, conmovido, impotente. Y es igual de difícil e injusto quedarse sólo con eso. Porque el dolor está a la vista, en primer plano, no se lo puede negar; pero tampoco se puede dejar de escuchar a Nora Albarracín y a su gente cuando dicen que “no todo lo que pasa en la villa es malo”. Ella, Nora, es en sí misma un ejemplo. Desde hace treinta años es trabajadora social “sin matrícula” en el barrio. Es la dueña de un espacio que funciona como comedor comunitario, que alimenta a 200 bocas por noche, y que, además, es un punto de encuentro y recreación. El nombre del lugar es Centro Comunitario Integral Emanuel, en alusión a un texto bíblico. “La necesidad tiene cara de hereje”, sentencia Nora, que está siendo acosada por los niños que quieren comer los cuernitos que cocinó, un verdadero manjar.
Los grandes festivales culturales no suelen pasar por estos lugares olvidados y estigmatizados, donde la necesidad más urgente es una ayuda mayor del Estado con la comida, según lo que cuenta Nora. Pero Patricio Orozco, en su rol de director del Festival Shakespeare, hizo una excepción: desde el año pasado, la Villa 20 y Ciudad Oculta son sedes de la propuesta. Además, Orozco está a cargo de la Fundación Romeo que, en conjunto con Arte para Crecer, un programa del gobierno porteño, ofrece talleres de teatro a los nenes y nenas de estos barrios. En el caso de la Oculta, esta propuesta se sumó a otras que ya existían en la villa, tanto deportivas como artísticas.
“Shakespeare escribió en el 1600 para el pueblo: con un centavo se podía ver una obra suya, un estreno auténtico, de pie. El tipo escribía en un teatro que estaba en un margen del río opuesto adonde vivía la nobleza. Del otro lado de la orilla del Támesis. Había muertos, prostíbulos, y en el mismo lugar donde se hacían las obras de teatro había peleas de osos con perros... era un espacio marginal, un suburbio peligroso. Si él hacía eso, ¿por qué en los últimos 150 años tuvimos que comernos que el de Shakespeare es un teatro a la italiana, con el público a oscuras, con un actor ensimismado, diciendo ‘ser o no ser’, preocupadísimo, para una elite? Lo más radical que podíamos hacer era ir al pueblo-pueblo. Que Ciudad Oculta no esté oculta más. Por lo menos, para Shakespeare”, reflexiona Orozco.
Los chicos perciben que esta mañana hay algo distinto en el barrio. Se acercan. Curiosean. Preguntan todo. Quién sos, a qué venís, qué perfume usás. Van hacia los fotógrafos, chusmean las cámaras. “¿Me servís un café con leche?”, le toman el pelo a Pablo Di Felice, que está vestido de cocinero para la función que dará más tarde al aire libre, que combinará música y teatro, con todos sentados en sillas de plástico alrededor. “Ella es una vieja Rosa”, dicen las nenas, acusando de chusma a una de las más pizpiretas.
La primera propuesta, que acontece dentro del comedor, es algo estrambótica para ellos. No quiere decir esto que el espectáculo no sea de calidad –de hecho, lo es–, sino que por momentos desentona con la edad de los nenes que lo están viendo y con los intereses que parecen demostrar. La mayoría no pasa los diez años. Seis mujeres con vestuario medieval tienen flautas de distintos tamaños y van a hacer música “de hace muchos siglos, de cuando Colón estaba viniendo para América”. El grupo se llama Laudate Dominum (significa “alaben al Señor”) y la directora es María Paula Antelo. “Me cansé de ir a las ferias medievales y que mis sobrinos pensaran que la música de esa época era la celta. Veía muchos recreacionistas que no hacían la música correspondiente al período que estaban recreando”, explica la mujer a Página/12.
Lo que más captura la atención de los nenes –más que la danza a la que los invitan, más que la sola contemplación de la música antigua– es el instrumento que va a caer en sus manos. Es una flauta; aunque da la sensación de que podría haber sido cualquier otro y hubiera generado el mismo efecto. Estos nenes, parece, tenían ganas de hacer música. Como todo niño con chiche nuevo, no escuchan las instrucciones. Ahora sí que no hay bachata, cumbia o reggaetón que valgan. El comedor de Nora tiene un solo sonido: el sonido agudo y estridente de las flautas dulces nuevas, tocadas con furia, desconocimiento y ganas. El sonido del momento del descubrimiento.
–¿Viste que vos te vas? ¿Podemos ir con vos a dar una vuelta? –le pregunta un nene al funcionario porteño que está acompañando la movida esta mañana. Es Willy González Heredia, director general de Promoción Cultural, organismo dependiente del Ministerio de Cultura, que motoriza talleres de arte aquí. La ilusión es pasear –volver a pasear– en su camioneta.
–Ya dieron la vueltita... saliste por la ventana, gritando... te faltaba una bandera –responde González.
–¡No sean confianzudos! –reta Nora.
Siempre, o casi siempre, la razón de ser de los festivales es la suma de los espectáculos y lo que pasa alrededor. Nora habla mucho. Tiene una carpeta con fotos, la muestra. Es la historia del comedor en imágenes. “Surgió de la necesidad. Yo trabajé toda mi vida. Trabajaba a la mañana, por horas, y después hacía trabajo social: conseguía sillas de ruedas, pensiones para los viejitos, remedios”, cuenta. En el ’83 surgió la olla popular, en los pasillos. Y a comienzos de los ’90, Nora logró lo que estaba buscando hacía un tiempo: un espacio físico donde darle de comer a la gente. Una vieja casa familiar, no muy grande, donde ahora está sentada junto a Roxana Vera, una joven mujer que era de las que venían a comer acá y que ahora coordina una asociación –26 de Septiembre es el nombre, todavía no tiene un status formal– que ofrece talleres deportivos y culturales.
Al principio la comida eran los fideos que Nora conseguía en los comercios de Mataderos. Llora, Nora, cuando cuenta esto: “Hacía hervir los huesos de pollo que me daban... con ese caldo que salía del hueso... con eso cocinaba”. Con el tiempo y “mucho sacrificio”, fue consiguiendo ayuda del Estado, de distintos ministerios y políticos, que sigue resultándole insuficiente. Por un problema de salud ella ya no cocina: la misión ahora es de sus hijas. Pero es muy clara cuando dice que el centro comunitario es su vida, que se muere si se piensa fuera de este lugar.
“Estamos rasguñando, dando de comer a mucha gente, hay muy pocas raciones, que salen del Gobierno de la Ciudad. Tenemos un Dios poderoso que las multiplica. Necesitamos eso: no pedimos grandes cosas. Que nos ayuden con la mercadería, con los alimentos. No les podemos dar todos los días fideos y arroz a los chicos. Un día tienen que tener una buena porción de milanesa. Cortamos en pedacitos para que alcance. Antes teníamos almuerzo, merienda y cena; ahora, sólo cena”, protesta Nora.
Roxana entiende que, en un contexto atravesado por la necesidad, las actividades culturales y deportivas tienen una función específica: “Queremos darles a los chicos la caña de pescar, para que ellos aprendan solos a hacerlo”. Los talleres de la asociación que coordina apuntan a capacitarlos para que después sean ellos mismos los capacitadores. Hay de violín, canto, guitarra, plástica, handball, hockey, tenis y fútbol femenino. Además, el gobierno porteño impulsa aquí el programa Arte para Crecer, en el marco del cual se encuentra Shakespeare para todos, la iniciativa que, desde el año pasado, echó a andar Orozco.
Orozco dice algo parecido a esa metáfora de la caña de pescar. “El objetivo de la Fundación Romeo es la educación. Y, también, transmitirles a los chicos la idea de prosperidad, de progreso. Quizá con estos puentes que estamos tendiendo, puedan salir de donde están. Quizá puedan ver que son aceptados en un teatro, mostrar su producción; puede que les pique el bichito y si detectan que tienen talento para esto, quizá puedan vivir de la actuación. Pueden decir: ‘Acá se me abre un mundo que me gusta, que puedo tener en cuenta, puedo actuar y hacer una escenografía’”, explica sobre el objetivo de los talleres que funcionan desde el año pasado, y que incluyen la posibilidad para los estudiantes de conseguir una beca para seguir estudiando en algún espacio que funcione fuera del barrio.
Lo bueno es que, a la realización del festival dentro de la villa, Orozco sumó el desarrollo de talleres. Así, la irrupción de Shakespeare y del teatro en el contexto no es sólo algo esporádico, tiene una continuación. Sería ideal que, en algún momento, el hecho de que haya un festival adentro de un barrio vulnerable deje de ser noticia por su rareza. Y entonces que estas ideas se perfeccionen. Nada de esto es fácil y los intentos son casi siempre válidos, salvo que haya intereses en el medio, una utilización de las personas. Lo interesante, lo ideal, sería que las ideas se perfeccionen: que se lleven cada vez más propuestas y más acordes.

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