Luego de dos años, el tandilense volvió a sentir emociones fuertes en Nueva York y se quitó de encima a su primer rival, Volandri, con facilidad y un servicio contundente; su amigo Junqueira, próximo escollo.
Por Claudio Mauri
Enviado especial
NUEVA YORK.- Una buena parte de los 7500 espectadores del estadio Louis Armstrong se apantallaba para mitigar los efectos de un sol que caía a plomo, inmisericorde. Irene, rebajada a tormenta tropical cuando pasó por esta ciudad el fin de semana, parece haberse llevado consigo las nubes y neutralizado el viento. Todos se procuraban un poco de brisa con los abanicos que se reparten en el complejo Billie Jean King, pero no había ventarrón mayor que el que despedía la raqueta de Juan Martín del Potro (18°) cuando la levantaba a casi dos metros y medio del suelo para impactar el saque con una potencia descomunal, con un pico de una velocidad de 130 kilómetros por hora.
Pasaron 717 días desde que el tandilense se dejó caer de la felicidad sobre el cemento del estadio Arthur Ashe al vencer en la final a Roger Federer. Ayer reapareció en el Grand Slam que le cambió la vida tenística, con permiso de la maldita muñeca que en 2010 lo mantuvo en el dique seco. Empezó a recuperar viejas sensaciones ante un rival que, como era de esperar, no lo comprometió nunca. Igual, en este año de relanzamiento, para Del Potro no hay victorias menores ni insignificantes. Menos cuando se saca de encima al italiano Filippo Volandri (a punto de cumplir 30 años, 85° en el ranking mundial), un especialista sobre polvo de ladrillo, con un contundente 6-3, 6-1 y 6-1, en una hora y 28 minutos. Fue importante que la duración del encuentro no se extendiera demasiado para que el argentino pudiera economizar energías que el intenso calor amenazaba con consumir aceleradamente.
"Empecé nervioso, fui de menor a mayor", reconoció Del Potro, que mañana, por la segunda rueda, se encontrará con un coterráneo, el tandilense Diego Junqueira, que eliminó por 6-2 y abandono al eslovaco Karol Beck (lesión en el hombro derecho), aquella sombra negra de la Argentina en las semifinales de la Copa Davis de 2005. Es cierto, Delpo cometió varios errores en los dos primeros games, pero bastó que su saque empezara a funcionar con precisión y la potencia de un mortero para que todo se encarrilara sin sobresaltos.
El argentino consiguió en total 18 aces (el equivalente a cuatro games y medio) y ganó varios "puntos gratis" con el servicio. El contrapeso de tres dobles faltas no influyó en el desarrollo. Volandri nunca se puso en situación de break-point. Quedaba paralizado con los misiles que venían del otro lado cuando se ponía la pelota en juego. Del resto se encargó el drive del argentino, cuya profundidad se hizo incontrolable para Volandri, con pocos recursos para superficies rápidas. Delpo le quebró el saque dos veces en el primer set, otras tantas en el segundo y tres en el tercero.
El partido, que se hizo previsible y cada vez más desigual (el italiano pidió tratarse la espalda por un fisioterapeuta en un descanso del tercer set), no invitaba a que el público se siguiera derritiendo bajo el sol. Pero Del Potro cuenta por aquí con admiradores fieles, que lo siguen a mucho sol y nada de sombra. Por eso, cuando le puso punto final a la victoria, un presentador oficial lo entrevistó en el medio de la cancha, y los agradecimientos por los altavoces del tandilense por el apoyo recibido fueron en inglés y en español ("gracias a todos los argentinos que vinieron"). Regaló pelotitas, muñequeras y una toalla a las tribunas. Su salida se demoró un poco más porque debió atender los numerosos pedidos de autógrafos. Delpo volvía a sentirse parte de Flushing Meadows, se insertaba otra vez en una escenografía que lo inspira especialmente. Recuperó su rutina: tiró una pelotita al cielo, cargó de pólvora el brazo derecho y sacó fuerte, muy fuerte. Su pelota quemaba tanto como el sol.
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