El demoradísimo encuentro con uno de los mejores instrumentistas de la historia del rock no defraudó a nadie. Hubo material de su carrera solista pero, claro, las emociones más profundas para 60 mil personas llegaron con varios clásicos de Pink Floyd.
Gilmour demostró en vivo que es mucho más que un “virtuoso”: un guitarrista con una personalidad única.
Imagen: Télam
Por Cristian Vitale
El marco no sorprende a nadie. Sería imposible. Tanta
espera. Tantos años deseando verlo, oírlo, dejarse volar por ese
sonido. Por esa guitarra. Por ese feeling inigualable, que puede tener
forma de Stratocaster o de steel guitar, o de lo que sea. Por esa
sensación extraña de estar en cualquier inhóspito lugar del espacio sin
moverse un decímetro del piso. Por esa raíz blusera que devino
planetaria. Por esos fraseos, estiramientos, barridos... por tantas
cosas. El marco que no sorprende es el que sí lo haría en otras
circunstancias: todo el corredor norte atosigado afuera, sesenta mil
personas adentro de ese hipódromo gigante –miles de ellas llegando
durante el show, y tropezando con varias falencias organizativas– y
reacciones que también le caben absolutamente al marco: “Pellizcame,
loco, que no sé si soy yo el que está acá, y ese el que está tocando.
Pegame una trompada”, le implora un cincuentón a su amigo, que lleva
décadas esperando el momento. O el remanido “ahora me puedo morir
tranquilo”, que se escucha cada cinco butacas. O un “este tipo de qué
planeta es, ¡tanto tiempo esperándote!”, que emana como un alarido
inconsciente desde algún lugar del campo. Reacciones humanas, naturales,
totalmente acordes al gran acontecimiento musical del año: el debut en
la argentina de mister David Gilmour, de Cambridge.
La clasiquísima “Wish you were here”, por tomar alguna de las que el señor –“el gordo”, para las sesenta mil almas presentes– tomó para evocar su enorme paso por Pink Floyd. De ahí provienen las primeras lágrimas colectivas –porque más de uno se quebró, claro– al escucharla desde su fuente original, desde esas seis cuerdas que le dieron el tono acústico a aquel seminal disco homónimo de 1975, después de tanto fogón de playa, campo o montaña. Conmovedor. Tanto como el mini bloque que Gilmour dedicó al disco que ya había conquistado el cosmos dos años antes: Dark side of the moon. Con el video afín en la pantalla circular marca Floyd que acompañó todo el concierto desde el fondo del escenario, primero fue “Money”, bien a tono con el contexto argentino de hoy (“una linda y vieja canción”, anunció Gilmour), y luego la maravillosa y viajada “Us and them”, ese alegato escéptico y antibelicista, que luego tendría su correlato ampliado en The Wall, y que esas seis cuerdas dotan de un climax que no parece de esta tierra. Mucho más adelante en la noche, la trilogía Dark side..., se completó con un tándem infaltable: “Time/Breathe”.
El bloque Floyd –era Roger Waters– retomó su curso con “Astronomy domine”, un viejo delirio psicodélico de los tiempos de Syd Barrett (The piper at the gates of dawn, 1967), que en su versión siglo XXI implica un desparramo para los sentidos. Un ruidismo, en la mejor de sus definiciones, que se deja avasallar –y avasalla– con luces que disparan rayos desde el escenario. Space rock en su mejor expresión, surgido antes que el hombre rozara la luna. Y de antes, incluso, que el mismo Gilmour se integrara a Pink Floyd (él recién participó de la versión ampliada de Ummagumma, cuando la temeraria Fender Esquire de Barrett había dejado Pink). Pegada a ese delirio, que dejó un tendal de seres atónitos entre la masa, llegaron las primeras cinco partes de otro clásico que hizo lagrimear a lo pavote: “Shine on you crazy diamond”, que en el vinilo original (Wish you were here, otra vez) ocupa casi todo el lado uno.
¿Qué decir de semejante ejecución de la imaginación? ¿Y qué, de la imaginación en la ejecución, que arrió almas hacia quién sabe donde? La cíclica y querida “Brilla tú, diamante loco”, que recibió al mismo Barrett, cuando los Floyd la estaban grabando en los estudios Abbey Road. Brilla tú, tanto como “Fat old sun” la perla acústica de Atom Heart Mother (1970), que el mismo Gilmour había desempolvado para registrarla en el formidable Live in Gdansk (2008), y que la vuelve a incluir para mostrar el lado más folk, más bucólico de Pink Floyd que se ha fumado discos en sintonía epocal (More, por caso). El segmento The Wall, e intuyendo que Gilmour lo considera casi un monopolio de Roger Waters, fue apenas por dos: “Run like hell”, rearmada desde el ataque lacerante de su guitarra y, por supuesto, “Comfortably Numb”. Nadie salía vivo del Hipódromo si ese solo, que atraviesa el imaginario del rock como uno de sus lapsus más queridos, no sonaba en la entrada noche.
Nueve piezas del Floyd clásico, entonces, entre un total de veintiuna, que se repartieron entre temas del Floyd versión Gilmour (el post Final Cut) y temas de su trayecto solista que se repartieron entre dos de sus cuatro discos en estudio: On a island (2006) y el flamante Rattle that lock (2015) que cubrió la tríada inicial: la instrumental “5 AM”, la canción homónima y “Faces of stone” (luego sumó un tendal de estrenos más a través de “In any tongue”, la jazzera “The girl in the yellow dress” y la intensa “Today”). Del antecesor (On a Island), Gilmour se paseó por la distendida y sosegada “The blue”, bañado por las aguas del Támesis –río que rodea al estudio en que la grabó– y por luces azules que le llueven desde lo alto. De ese mismo disco, también le dio por tocar otro tema al tono (“Smile”) muy festejado por el público y dotado de un clima cuyo rastreo histórico podría llegar hasta temas como “Green is the colour”, del mencionado More. Del Floyd que siguió andando con él –el post Waters–, este monstruo de las seis cuerdas optó por “High hopes” –también muy festejada– y la rediviva “Coming back to life” (ambas de The division bell, 1994) y por “Sorrow”, del revelador disco que partió a Pink de Floyd: A momentary lapse of reason.
Un momentáneo lapso de la razón que, dicho sea de paso, esta noche –y por suerte– brilló por su ausencia.
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