jueves, 23 de abril de 2015

Tito Cossa abre la 41ª Feria del Libro

Un espectáculo termina y la obra queda en el libro

El autor de El viejo criado relativiza la elección de su figura para dar el discurso de apertura. “Me eligieron a mí seguramente por los años”, dice, aunque inmediatamente sienta posición: “Los dramaturgos estamos expulsados de la literatura”.

“Soy un actor frustrado, yo quiero el escenario. Me gusta la novela como lector, pero no para escribir.”
Imagen: Rafael Yohai

Por Silvina Friera
En los ojos de Roberto “Tito” Cossa, en la curiosidad rigurosa que petrifica su mirada en un gesto serio, perdura el asombro de haber sido elegido para hablar en la inauguración de la 41 Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, que comenzará mañana y se extenderá hasta el 11 de mayo en el Predio de La Rural, edición que tiene a México DF como ciudad invitada de honor (ver aparte). En su despacho de Argentores, entidad que presidió hasta el 2013 y en la que ahora se encarga del área de Cultura, hay una pipa, un objeto muy literario. Fumaron en pipa William Faulkner, Raymond Chandler, James Joyce y Georges Simenon, por mencionar apenas un puñado de escritores de una extensa galería de humo a la que se une el autor de La nona. “Va a ser un discurso breve, que se queden tranquilos. No creo que dure más de diez minutos. El tiempo lo determina lo que uno quiere decir; se puede hablar mientras se digan cosas que valgan la pena. Es una situación extraña, porque los dramaturgos estamos expulsados de la literatura y que me llamen para abrir la feria de los literatos es un poco sorpresivo e inquietante. La dramaturgia es literatura. Me eligieron a mí seguramente por los años. Pero acá estoy”, dice Cossa a Página/12 y levanta la ceja en un arco de puntos suspensivos, como esperando lo que vendrá.
–¿El teatro es literatura?
–Es una manera de la literatura; el teatro es ficción, palabras... El tema es el rol del dramaturgo con el libro, porque un autor teatral no piensa en el libro, piensa en el escenario. No piensa en lectores, piensa en espectadores; sabe que su obra termina en manos de otros. Y lo voy a decir en el discurso: el dramaturgo es un Dios que le entrega su obra al vicario y en estos tiempos que corren el vicario es más importante que Dios; por eso se paga los padecimientos de ser permanente traicionado entre comillas y sólo a veces mejorado. Pero estamos en manos de otros creadores, lo cual hace que sea diferente. No es para llorar. Al contrario, siempre digo que hoy por hoy el Quijote por placer lo lee muy poca gente. Todos los días hay una versión de Romeo y Julieta, pero qué diría William Shakespeare de ese Romeo y Julieta hecho de cualquier manera, cortado... El teatro es una arcilla que está viva. Ese es el privilegio que puede tener el autor y esa continuidad se la da el libro. Un espectáculo termina y la obra queda en el libro, en las páginas. Si la obra tiene suerte y necesita ser representada, vuelve al escenario.
–¿Habrá alguna reflexión en su discurso sobre el hecho de haber participado de Teatro Abierto, ese movimiento de resistencia contra la dictadura, y lo que significa escribir y hacer teatro hoy con más de treinta años de democracia?
–No, no lo había pensado y como todavía no está terminado mi discurso puedo integrar esa reflexión. Teatro Abierto fue un fenómeno que no hubiera tenido la dimensión que tuvo si las bestias no quemaban el teatro del Picadero. El atentado fue lo que potenció a Teatro Abierto y lo convirtió en un referente ineludible de la resistencia cultural, no sólo acá. He tenido entrevistas con investigadoras de España, de Francia, de Italia, chicas que no habían nacido cuando se hacía Teatro Abierto y venían a preguntar y a estudiar este fenómeno que produjo el teatro. No fue nuestra intención convertirnos en gladiadores. La intención fue más simple: hagamos teatro, salgamos, no nos reconocen, nos prohíben en las salas oficiales y en ese tiempo también nos prohibían en la televisión que era del Estado. Vivíamos en los sótanos, haciendo nuestras experiencias. El teatro, contrariamente a lo que pasó en otros países, no fue censurado directamente: te ponían una bomba, como a Teatro Abierto. No tuvimos la censura previa que había en España, donde tenías que llevar el libro y un censor lo leía y decía: “Esto no, esto sí”. Cuando hicimos Teatro Abierto, no esperábamos una respuesta violenta, pero sabíamos que tampoco era tan inocente. Desde el comienzo nos dimos cuenta de que era un fenómeno político.
Los dedos de Tito desmenuzan el tabaco; despacito, mientras habla, lo va acomodando en la pipa. Podría cerrar los ojos y repetir este ritual de memoria. Luisita de Argentores trae dos cafecitos y advierte que es la primera vez que lo prepara en la máquina nueva. Salió suavecito, comprueba el dramaturgo, autor de tantas piezas indispensables en la historia del teatro argentino como Tute Cabrero, El viejo criado, Yepeto y Ya nadie recuerda a Frédéric Chopin, entre otras. Gris de ausencia la escribió especialmente para Teatro Abierto en 1981, cuando regresó de visitar a varios amigos exiliados en Francia, Italia y España. “El delirante de (Osvaldo) Dragún tenía que tirar esa piedra y ponerla en marcha. Todos los autores de teatro dijimos que sí, después vinieron los directores y todos dijeron que sí. Y después los actores y todos dijeron que sí. Había un clima muy solidario, muy festivo, sin la épica de que estábamos haciendo algo importante, pero sabíamos que estábamos haciendo algo por el placer de estar juntos.”
–¿Por qué el teatro, los dramaturgos, directores y actores, fueron los primeros en lanzar la piedra de la resistencia y contagiar al resto de los artistas?
–Eso fue por la repercusión que tuvo el atentado. Los pintores nos donaron más de cien cuadros para recuperar los gastos. Se ofrecieron 19 salas y elegimos el Tabarís, la más impensable de todas, un teatro de farándula que estaba en la calle Corrientes, con el doble de capacidad que tenía el Picadero. Y después se creó Danza Abierta, Poesía Abierta y hubo un intento de hacer Cine Abierto que no prosperó. El atentado indignó y generó mucha solidaridad. Estábamos en el ’81, la violencia brutal ya había pasado, pero no tanto porque nos pusieron una bomba, que por suerte no produjo ninguna víctima.
–¿Alguna vez escribió una novela o un cuento?
–No, para nada. Soy un actor frustrado, yo quiero el escenario. Me gusta la novela como lector, pero no para escribir. Hay algún poema juvenil olvidable y una obra de teatro para títeres, Una mano para Pepito, que fue lo primero que escribí, pero no la tengo en mis obras completas. No la reconozco; era una cosa muy juvenil. Mi primera obra es Nuestro fin de semana, escrita en 1962 y estrenada en 1964. A partir de ahí las reconozco a todas: algunas me gustan más, otras menos. Mi verdadera vocación era la actuación, pero de cobarde no me animé... Acercarse al teatro es acercarse a la actuación. Todos los autores teatrales que conozco fueron actores o intentaron serlo con mayor o menor suerte. El teatro es esa ceremonia maravillosa en la que se pone el cuerpo. Esta es una de las dolorosas circunstancias del autor. Yo digo siempre que el teatro es una fiesta y el autor come en la cocina; es ajeno, no hay caso...
–Si hubiera sido actor, ¿a quién se habría parecido? ¿A qué actores admiraba?
–A mí me produjo un gran impacto, como un creyente al que se le aparece la imagen del señor, ver la Muerte de un viajante de Arthur Miller con Narciso Ibáñez Menta y Milagros de La Vega. Yo tenía 16 años y había ido al teatro, pero poco. Y menos teatro de ese nivel. Ibáñez Menta era un gran histrión. Su padre también era actor, él era Narcisón y su hijo Narcisín. Se contaba, quizá sea pura ficción, que el padre de Narciso estaba un día con Chicho Serrador, su nieto, y pasó el gato y el chico le tiró una patada. El abuelo le dijo: “Cuidado, insensato, que puede ser tu padre...”, por la capacidad que tenía como actor Narciso, que podía hasta disfrazarse de gato. Narciso me impresionó mucho, pero no era tanto el actor que después me hubiera gustado ser. Se me pegan mucho los actores que hicieron personajes míos inolvidables: Ulises Dumont, La nona en teatro; Pepe Soriano y Luis Brandoni en Gris de ausencia.
–¿Cómo vive el hecho de que este, además de ser un año electoral, es el último año de Cristina como presidenta?
–Lo vivo con mucha inquietud. Yo apoyo a este proyecto nacional y popular porque creí que nunca iba a ver las cosas que veo. Pero la gente vota y vota a (Miguel) Del Sel. Una vez en 6,7,8 dije públicamente que la Argentina tuvo en el siglo XX cuatro presidentes que hoy son respetables: (Hipólito) Yrigoyen, (Juan Domingo) Perón, (Arturo) Illia y (Raúl) Alfonsín. A los tres primeros los echaron con golpes militares, a Alfonsín lo empujaron. Pero cada vez que los echaron, ¿qué vino después? Echaron a Yrigoyen y vino “la década infame”; echaron a Perón y vino “la revolución fusiladora”; echaron a Illia y vino Onganía, lo empujaron a Alfonsín y vino (Carlos) Menem... No vienen los mejores, retrocedemos, vienen los peores. Las circunstancias históricas son distintas, ya no hay más golpes militares ni dictaduras, pero temo que se retroceda. Con todo lo que se ganó y con lo que costó, este es un proceso que no está acabado. Si no hay cambios grandes, el candidato es (Daniel) Scioli... que de última es el mejor. El kirchnerismo tiene una base militante fuerte. Vamos a vivir momentos turbulentos, me parece. Nunca vivimos épocas tranquilas.

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