Por Adrián Paenza
Reunión
de claustro en el Departamento de Matemática en Exactas, UBA. Muchos
profesores históricos: Gentile, Santaló, Balanzat, González Domínguez,
Villamayor, Herrera, Porta, Klimovksy, Larotonda. Todos pesos pesados.
Seríamos entre treinta y cuarenta. Supongo que habrán pasado más de 35
años, pero no puedo asegurarlo. Los más jóvenes, los que recién
llegábamos a la fiesta, escuchábamos en silencio. Lista de oradores.
Cada uno tenía cinco minutos para hablar. Obviamente, no me acuerdo qué
discutíamos, pero sí recuerdo que sucedió una cosa muy curiosa, algo que
me marcó para el resto de mi vida.
Eduardo Dubuc es uno de los mejores matemáticos que ha dado la
Argentina. Recién llegaba de un largo periplo (de muchos años) por
Estados Unidos, Canadá, Europa y Australia. Volvió para quedarse y aún
hoy sigue enseñando (y verdaderamente dictando cátedra) en nuestra
querida facultad. Eduardo había pasado tanto tiempo fuera del país que
era imposible determinar que era argentino, tal era la fluidez con la
que hablaba tres idiomas: inglés, francés y obviamente, castellano.Pero vuelvo a la reunión de claustro. La lista de oradores era cada vez más larga y los cinco minutos parecían un suspiro. Eduardo se anotó, supongo porque querría aportar algo en su primera participación. Cuando le tocó el turno, se paró en su asiento y dijo: “Voy a proponer algo, pero... no sé si voy a estar de acuerdo con lo que voy a decir”.
Fue la primera vez en mi vida que escuché a alguien aportar algo en forma tan genial a una discusión. No se trataba de ganar el debate. Se trataba de entender. Y, con ese afán, Eduardo estaba dispuesto a elaborar sobre un punto de vista que hasta ahí no había sido escuchado, pero que él quería que se discutiera. Y se ofreció (posiblemente sin hacer un análisis tan exhaustivo sobre su postura) a sostener una posición que no era necesariamente la que él creía que debía ser definitiva.
Punto. Y aparte.
Me gustaría poder ofrecer lo mismo en este artículo. Voy a hacer una propuesta, pero no estoy muy seguro de estar de acuerdo con ella. Pero necesito hacerla para iniciar un debate respecto de una parte de la educación.
Hace algunas semanas (*), más precisamente el 24 de marzo, en la contratapa de Página/12 escribí este texto, del cual reproduzco nada más que un párrafo:
Es obvio que hay muchísimo para debatir porque esto recién empieza, pero propongo de entrada sumarme a lo que está sucediendo en el mundo: ¡hay que enseñar a programar en las escuelas! Sí, a programar. Y cuando digo escuelas, me refiero a las escuelas primarias y secundarias.
Bien. Desde ese día, he hablado con mucha gente sobre el tema. Hay muchos que están muy entusiasmados y decididos a iniciar ese debate, pero esa misma gente tropieza casi de inmediato con un problema muy serio. Para enseñar a programar (o lo que fuere) hacen falta dos partes: los que enseñan (que se supone que son los que saben) y los que aprenden (que, se supone también, son lo que no saben).
Una parte tenemos: los alumnos. Hasta allí vamos bien. Tenemos muchísimos. El problema que aparece es que los que faltan (o faltarían) son “los que saben”. Esto sí que ya es (o parece) insalvable. Gente que sepa programar hay, pero no parecen suficientes para el número de alumnos.
La alternativa sería que los que “saben” preparen a un grupo suficiente de docentes. De esa forma, en algunos años, tendríamos un plantel preparado para afrontar el desafío que presenta el número de alumnos. Pero, como usted advierte, esto significaría que todos los que “saben” abandonen virtualmente todo lo que están haciendo para dedicarse casi tiempo completo a preparar a ese plantel de docentes. Y por otro lado, estos docentes tendrían que dedicar su vida a aprender a enseñar a programar.
No sé si lo digo bien, pero usted advierte que este plan parece no sustentable, y eso que ni siquiera quise hablar del tema de los recursos que harían falta, los económicos pero también las locaciones, el equipamiento, etc.
Bueno, acá va la idea, entonces: ¿y qué pasaría si los alumnos y los docentes aprendieran juntos? Es decir, ¿qué pasaría si todos los días (otra vez, “todos los días”) los alumnos tuvieran en todos los colegios y escuelas del país, una hora en donde la educación se transforma en algo “horizontal”: todo el mundo aprende al mismo tiempo. Por supuesto, puede haber (o mejor dicho, debería haber) literatura suficiente (sencilla) para que entre todos intenten resolver los problemas que allí están planteados. Algunos podrán un poco más. Otros un poco menos. Algunos necesitarán más ayuda, otros menos. Pero dentro de la misma escuela (o colegio), habrá grupos que podrán cooperar con los que tienen más dificultades. En ese caso, las diferencias de edades y de grados y de “jerarquías” deberían quedar de lado.
¿Estamos preparados para eso? ¿Estamos preparados como sociedad a aprender junto a y de nuestros hijos? Este artículo no es ni pretende ser el punto final de nada. Así como se plantean las cosas en este siglo –con las redes sociales y la comunicación a través de las distintas plataformas (netbooks, laptops, notebooks, tabletas, teléfonos inteligentes, etc.) más el increíble aporte del Gobierno y su plan Conectar Igualdad–, merecen un método no convencional, algo que se “corra” de la zona de confort que tenemos los adultos.
Entiendo que puede parecer un salto al vacío, pero me interesaría proponerle lo siguiente: si está de acuerdo y cree que puede hacer algo (en su escuela, en su comunidad, en su barrio) hágalo. Si está en desacuerdo, no hay problema, pero no lo descarte de plano sólo porque le parece ciclópeo, loco o porque está en contra del Gobierno. No importa si lo está, pero de lo que estoy seguro es de que no está en contra de ofrecer la mejor educación para sus hijos y darles todas las oportunidades que quizá no todos tuvieron (como yo) el privilegio de disfrutar. En todo caso, será una forma más de igualar hacia arriba.
Y tal como empecé más arriba, no sé si estoy de acuerdo con lo que escribí. Continuará.
(*) http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/321646120130324.html
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