Un corazón en el agua
Después de asumir las responsabilidades que la vida le puso en el camino, volvió a los luminosos días de su vocación adolescente: enseñar a nadar.
- 04/12/2011 00:02 , por Alejandro Mareco
Y desde la orilla, uno la ve rodeada de agua mientras los chicos van y vienen por sus andariveles, de una a otra costa de la pileta.
Hay música en el ambiente, pero es el sonido de gente en el agua lo que la hace levantar la voz para alentar, para indicar, para vivir con intensidad el momento.
La gente en el agua de la pileta del Club Matienzo, en el barrio de Villa Cabrera de la Capital cordobesa, son chicos con capacidades especiales, es decir, seres especiales con los que hay que establecer una comunicación especial, tarea para la que a veces, cuando es bien profunda y fecunda, hace falta otro ser especial.
En este caso, ese ser es Silvia Vélez Funes, la mujer de cuerpo pequeño que está rodeada de agua.
Una familia democrática. Ser la mayor de ocho hermanos (siete mujeres y un varón) en un hogar de clase media puede ser toda una escuela. Hija de Julio y de Elena, Silvia nació en una casa de Nueva Córdoba, pero sus mejores recuerdos están anclados en Alto Alberdi, donde los días de sobremesas y de juegos parecían no tener final.
Era un pequeño mundo al ras del patio sobre el que los hermanos, en las tardes sin padres, construían sus mejores memorias de pies inquietos.
Claro, había consignas: mientras jugaban a las escondidas y corrían para tocar la piedra, el que pasaba cerca de la hamaca debía darle un empujoncito a la más pequeña de turno para que tuviera su ración de entretenimiento.
Julio trabajaba como administrativo en el Hospital Ferroviario y Elena era maestra de grado. ¿Cómo organizar los días? Pues, con organización: por ejemplo, lunes a lunes las 7 chicas se sorteaban los turnos de la semana para lavar los platos (“mi hermano era un malcriado”, dice Silvia). Lo peor que podía pasarle a alguna era que le tocara lavar en domingo, cuando la casa se llenaba de gente. Ese día todos los chicos estaban en casa y tenían permiso para invitar amigos, aunque los Vélez Funes eran toda una barra en sí mismos.
“Teníamos una familia muy democrática, tanto, que todos votábamos para ponerle el nombre al próximo hijo. Nos llevábamos algo así como un año cada uno. La hora más difícil era la del baño, sobre todo si teníamos que ir todos juntos a alguna fiesta o a algún lugar. El primero se bañaba tres horas antes y capaz que cuando llegaba la hora ya estaba sucio, y al último le tocaba limpiar el baño. El mejor lugar era el penúltimo. La cuestión era cantar antes que todos: ‘penúltimo’. Y el canto se respetaba”, cuenta Silvia.
Silvia dice que su posición de mayor en esta puja de hermanos no le reportaba demasiados privilegios en asuntos cotidianos, aunque sí más responsabilidad. Sobre todo la que debió sobrellevar cuando murió su padre y ella tenía 22 años.
Entonces, ella, que al final del secundario cursado en el Colegio de las Adoratrices debió, por decisión paterna, ingresar a trabajar en el Banco de la Provincia de Córdoba, entendió el valor de ese sueldo para ayudar primero durante la agonía de su padre y luego a que sus hermanos pudieran avanzar peldaños en la educación.
En un momento, todo su sueldo iba a parar a la familia. “Yo no lo pensé; simplemente era así, y por supuesto que no me arrepiento de nada. Es bueno saber que siete de mis cinco hermanos tienen estudios terciarios y las dos que no, fue porque se casaron antes”, relata.
Ella no quería ser bancaria, aunque dice que aprendió mucho en esa tarea, como que ya no sería tan fácil sorprenderla en asuntos económicos. El asunto es que cuando tenía 25 años, y después de pasar seis meses en Estados Unidos en la casa de una amiga, decidió renunciar al banco. Se puso un quiosco en barrio Urca y volvió a las piletas, como cuando era todavía una adolescente.
Incluso, un jugador de rugby de La Tablada la reconoció en el quiosco: “Usted es Silvia, la que me enseñó a nadar cuando tenía 3 años. Soy Pepe”, le dijo.
Claro, ella también se acordó, pues acaso no ha olvidado a ninguno de sus alumnos y mucho menos a sus compañeros de todos los tiempos, los de la natación y los de voley, como cuando jugaba en el equipo de la Universidad Nacional de Córdoba. “Siempre me han preguntado cómo es que he llevado siempre bien y conservo los amigos de mi juventud aunque fueran de grupos muy diferentes. No sé la respuesta, lo único que sé es que me siento bien cada vez que me encuentro con mis amigos”.
Pero, ¿cómo fue que aquel pequeño aprendiz la reconoció en el quiosco? Es posible que fuera por sus raros ojos de color verde coronados por una aureola azul. “Hmm, el color de mis ojos depende hasta de la ropa que llevo puesta. Mi madre dice que me parezco a mi padre, no sólo por el temperamento sino también por los ojos: los de él eran azules si el día estaba claro, y verdes, si estaba nublado”.
Perseverancia que contagia. Sigamos el rastro de los pies mojados de aquella niña que aprendió a flotar en la pileta del Jockey Club, en barrio Jardín. “Éramos muchos como para salir de vacaciones. Por eso creo que mi padre, a modo de compensación, nos mandaba a la escuela de verano del Jockey”, recuerda.
De Alto Alberdi a barrio Jardín había que tomar dos colectivos. Como siempre, se trataba de organización. Silvia estaba al mando, pero antes se decidía el reparto de los bolsos y cosas así. Iban por la mañana y volvían al atardecer; la pileta, claro era el motivo de los desvelos, lo que hacía aborrecer los días de lluvia.
“Me enseñó a nadar un profesor del Jockey, Chato Astrada, que además también me transmitió cómo enseñar. ‘El profesor tiene que estar siempre dentro del agua’, me decía. Y fue con mis hermanas más chicas con las que experimenté. Les enseñé a nadar, sí, sobre todo para poder estar un poco más libre y no tener que cuidarlas tanto si se metían en el agua”, reconoce con una risa.
En el Jockey Club fue donde vivió días luminosos a los que siempre querría volver. En plena adolescencia, fue bañera de la pileta y conducía a los niños en sus primeras flotaciones. Incluso, era convocada por algunos padres para que les enseñara a nadar a sus hijos en sus propias casas.
Cuando terminó el secundario, hizo cursos para enseñar a nadar, pero su padre estaba convencido de que sería muy escaso el dinero que obtendría en esa tarea, es decir, nada parecido a lo que le ofrecería un empleo en el banco.
Hasta que un día volvió a esos días luminosos. No importaba correr de un club al otro, de una pileta a la otra, y mientras tanto atender un quiosco, si era posible gozar un poco de la plenitud de hacer lo que más fervorosamente se desea.
Esas historias de perseverancia no sólo cambian la vida de quienes las protagonizan, sino también de aquellos que respiran alrededor de su espíritu.
El Fiat de la sonrisa. “Mi primera experiencia con niños de capacidades especiales fue con autistas. Me emocionó tanto que mi primera alumna fuera capaz de sonreírme, de abrazarme, de reconocerme, que incluso fui a tomar cursos”, cuenta.
Ese descubrimiento fue determinante, pues no sólo entrevió que podía trabajar con niños especiales, sino también conectarse profundamente con ellos y hacerles mucho bien. A partir de ahí comenzaría a escribir su propia historia especial con chicos diferentes:
“Muchas veces se tarda mucho más en alcanzar algún logro, pero tiene un valor muy singular. La mayor compensación que recibo es cuando uno de mis alumnos me dice: ‘Yo puedo’. Los chicos con capacidades especiales afrontan adversidades físicas, a las que hay que agregarles muchas veces gestos de discriminación, y sobre todo de inseguridad. Nadar les da un poco de seguridad”, sostiene la encargada de recreación de la Fundación Contener, y que da clases a más de 60 chicos.
Algunos de sus pibes han participado de certámenes de natación para especiales en el exterior, y hasta han conseguido medallas, pero para ella, aunque los ha acompañado a Ecuador, a Colombia, ha disfrutado de esos logros, siente que sólo es un valor agregado.
Basta verla en la pileta con sus chicos para entender de qué se trata la mayor recompensa: estar, precisamente en el agua, junto a los chicos. Tanto que se ríen juntos y cuando se reúnen para la foto, ella parece una más.
“En el agua hay muchas cosas que son diferentes. Es distinta la manera de sentir el cuerpo y sus posibilidades. Pasa, por ejemplo, con chicos que no caminan y que de pronto, en el agua, se encuentran caminando. Hasta hay alguno que después incluso se atreve a caminar fuera de la pileta. Tiene que ver con esa seguridad de la que hablábamos”, dice.
Acaso el padre de Silvia tenía razón cuando le advertía sobre la diferencia económica de trabajar en un banco o dar clases de natación.
“Todavía sigo alquilando –dice ella a los 51 años–, y mi auto es un Fiat 1500”. Es con su viejo auto que pasa a buscar por la escuela a un grupo de chicos para llevarlos a la pileta y con el que, después del largo chapuzón, se va a tomar la merienda con ellos y algunos de sus padres.
Cuando se pone en marcha, saluda con una sonrisa. No hay dudas de que su corazón de agua es pura plenitud.
Risas después de la pileta
Emanuel tiene 25 años, es profesor de Educación Física, hijo de Silvia Vélez Funes y trabaja todos los días con ella. “No sé sí se la cuestión es tener una sensibilidad diferente para trabajar con chicos especiales; lo que sé es que te tiene que gustar. Mi mamá me lo transmitió desde que era chico, por eso es que me encanta hacer este trabajo, y compartirlo con ella”, cuenta.
Sus días se parecen en el comienzo pero no en el final. “Los dos salimos a las ocho, pero yo llego a las tres o cuatro de la tarde, y ella no. Después, trabajamos juntos al atardecer, y yo regreso pero ella se demora un poco más. Siempre está activa”, cuenta.
Emanuel participa también en los viajes que hacen los chicos con su mamá y otros colaboradores. “En enero nos vamos a pasar unos días a Chapadmalal –apunta Silvia–, vamos los chicos y el grupo de gente que trabajamos con ellos. No van padres. Es importante que los chicos tengan su propios espacio, que ganen en seguridad para ir adquiriendo cada vez un poquito más de independencia”.
De todos modos, los padres son el respaldo que sostiene la tarea de Silvia, y viceversa.
“En esto no estoy sola, porque todos los papás son los que me apoyan. Cuando yo digo: ‘Hagamos’, lo mismo dicen los papás”, suele explicar la profesora.
De hecho, cuando termina la clase de natación, algunos de los padres se quedan a compartir con los chicos y con la profesora. Y no son pocas las risas que se escuchan de la entretenida conversación que mantienen.
Quizás, el momento del agua y la charla que sigue es lo mejor del día para los chicos.
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