viernes, 7 de junio de 2019

25 años no es nada

GARGANTA CÓSMICA DEL SUR

Diego Fischerman

Roberto Goyeneche es un artista inimitable. Su riqueza técnica y su fraseo singular edificaron a un cantor que trascendió los límites del tango. Con Troilo, Salgán y Piazzolla, entre otros, o como solista, enriqueció un repertorio popular y universal. A 25 años de su muerte, el Polaco le sigue ganando la pulseada al tiempo.

Al fin y al cabo, un descendiente de vascos al que llamaron Polaco sólo podría ser porteño. Y sólo un cantante de tango podría haber nacido dos veces. Es posible que el propio Roberto Goyeneche no conociera la verdad exacta. Según algunos fue en Saavedra y según otros –aunque su familia jura que no– la madre debió interrumpir un viaje en tren y bajarse en Urdinarrain, en la provincia de Entre Ríos, para dar a luz. Lo cierto es que él fue, por lo menos, dos cantantes: el exacto y el que convirtió la inexactitud en estilo. Y si las polémicas acerca de su linaje no alcanzan estatura gardeliana (Urdinarrain no es Toulouse, en todo caso, y, por otra parte, él siempre reconoció a Saavedra como su patria), hay otras discusiones que resultan eternas. La cuestión acerca de cuál es el verdadero Polaco, si el que muestra un instrumento de una rara perfección en la grabación de “Alma de loca”, en 1952, con la orquesta de Horacio Salgán, o el que balbucea, duda y se estremece en su madurez, es, más allá de sus aspectos puramente musicales, espejo de otras controversias. Sus dos estilos, por llamarlos de algún modo, hablan también de dos personajes y de dos modelos sociales contrapuestos. Uno es el cantor perfecto, al que admiran los puristas. El otro es el impuro, el que vivió en el borde de casi todo, el que confesó, ya cerca de su muerte: “¿Cómo voy a cantar si peso cuarenta kilos mojado?”, el que idolatraron aquellos a quienes nunca había gustado el tango, el que los cultores de la “vida peligrosa” (o de su fantasía) convirtieron en emblema. Eventualmente, Goyeneche fue también el que supo cambiar de paradigma, o el que logró adaptarse a sus modificaciones. El que fue estrella, en las décadas de 1960 y 1970, de un género que había dejado de ser la música popular por antonomasia y que, para bien o para mal, se había convertido –y no sin víctimas– en objeto de escucha. Si entre los comienzos del siglo (la primera grabación comercial de un tango es de 1907) y su autoproclamada Edad de Oro, en los cuarenta y comienzos de los cincuenta, el baile, el disco y la radio habían conformado una especie de triángulo virtuoso para la circulación del tango, los dos últimos fueron definiendo, con el tiempo, un predominio y una funcionalidad “abstracta” más marcada. Y a ese mapa habría que agregar, en la época en que Goyeneche construyó su imagen y su trayectoria como solista, las “tanguerías”. Allí, un poco a la manera de los clubes de jazz, y en sintonía con una Buenos Aires con un vasto sector social que, alentado por revistas como Análisis, Primera Plana o Panorama, cultivaba la idea de la “distinción”, el tango se iba a escuchar. Podría afirmarse, como lo hace el musicólogo Simon Frith, que el baile es un modo de escucha, pero en esta ciudad y en esos tiempos –lo que se proyectaría al primer rock y a los públicos de Almendra, Manal, Arco Iris, Aquelarre, Pescado Rabioso, Vox Dei y Sui Generis–, uno y otra aparecían como opuestos. Los que escuchaban despreciaban a los que bailaban, y estos a los primeros; Piazzolla afirmaba que para hacer música había tenido que “olvidar a los bailarines”, y Manolo Juárez, de una manera bastante similar, establecía la genealogía de las nuevas músicas de tradición folklórica surgidas en los 60 –músicas “de escucha”, sin duda– en el abandono “de las formas rígidas que planteaban las coreografías”. En todo caso, y aun cuando el repertorio mirara frecuentemente al pasado, no debería pasar inadvertido el sonido de época –y los gustos y hábitos culturales– de esos años modernistas en que floreció la carrera solista de Goyeneche. Un lugar en particular, Caño 14, se erigía como una suerte de Faro de Alejandría en ese nuevo territorio. En ese club de la calle Talcahuano tocaban Troilo y el Sexteto Tango, actuaban las nuevas figuras de las músicas de tradición popular –allí iba a estar, en sus comienzos, Rubén Juárez, y allí estuvo, cantando folklore, Amelita Baltar–, se presentaba Atilio Stampone, uno de sus dueños, y la estrella indiscutida, en el final de la noche, era el Polaco.
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Con los años fue reinventándose a sí mismo. Aquello que había sido lo que lo distinguía de otros, la cuota de personalidad a partir de un material exquisito, su propia voz, empezó a convertirse en lo único. Algunos hablaron de que Goyeneche había forjado una caricatura de sí mismo. Él no se ocultaba la verdad. Decía, en la intimidad: “Justo ahora que estoy fundido me llueve el trabajo”. Los golpes en el piso, cierto expresionismo (o ciertas exageraciones) en su fraseo, una posible retórica del goyenechismo, eran lo que, todavía, tenía para ofrecer. No era un hombre anciano. Murió a los 68 años pero parecía mayor desde hacía mucho. En 1982, cuando Piazzolla, que era cinco años mayor que él, lo convocó para actuar con su quinteto en el teatro Regina, tenía apenas 56 años. El bandoneonista, sin embargo, hablaba de él con reverencia. Como de un viejo maestro. Y le aceptaba que no hubiera podido aprenderse los temas nuevos que él esperaba poder hacer (“Los pájaros perdidos”, entre ellos). “El Polaquito no puede”, decía. En esos últimos tiempos, una nueva camada de admiradores descubrió al Polaco. Y no eran sus virtudes pasadas lo que la seducían. Al contrario, era la forma en que exponía –y aprovechaba con una enorme sabiduría– sus nuevos defectos. Y es que en realidad, Goyeneche, a pesar de todas las apariencias, como en el tango de Rivero y Felice que había grabado en 1952, era el mismo. Los recursos eran otros pero, como siempre, lo que importaba eran las palabras. Y, claro, su ritmo, sus pausas, sus matices. La música.

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