El músico sueco Martin Molin desarrolló un instrumento de madera que se acciona con bolitas de metal y engranajes. Cómo una obra que fusiona lo analógico y lo digital puede conseguir melodías en diálogo con la historia.
por Agustín Marangoni
El arte contemporáneo suele ser denostado bajo el
argumento que es cualquier cosa. Un fajo de billetes, por ejemplo. O un
calamar pudriéndose en una caja de cristal. La acusación es débil, sin
duda, pero hay una realidad: el mundo –pequeño gran mundo– del arte está
anémico de ideas nuevas. Lo poco nuevo que sucede es un destello que
casi siempre se diluye en la inmensidad. El mercado está detrás de las
cotizaciones y no le presta demasiada atención al valor de la obra.
Frente a este escenario, buena parte del arte contemporáneo se ha
recluido en grupos de artistas y críticos que producen para ellos
mismos. Esa reclusión empuja al artista a limitar sus puntos de vista.
También su alcance. Vivir encerrado tiene sus costos.
Por fortuna, cada tanto surge algo que sacude la
estantería. Tampoco es un sacudón absoluto, ya no existe la posibilidad
de semejante cosa. Una obra, en estos tiempos, nunca es completamente
nueva ni tiene la necesidad de serlo. Cada creación, cuando tiene un
sustento sólido en su idea y en su desarrollo, dialoga con la historia.
La historia escrita, la que se está escribiendo y la que se va a
escribir. Esa es una de las principales características del arte
contemporáneo: recorrer el tiempo hacia adelante y hacia atrás para
hablar del presente. O sea: saber qué pasó, alertar sobre lo que vendrá y
conocer sus circunstancias.
El autor de este caso es sueco. Su nombre es Martin Molin y
tiene 33 años. Trabajó durante un año y medio en su taller de
Gotemburgo para crear un instrumento que genera ritmos y melodías en
base a un sistema de engranajes, bolitas, micrófonos y embudos. Hasta
ahí no hay demasiada novedad, se cuentan de a miles los dispositivos
musicales mecánicos que circulan por museos y escenarios desde hace cien
años. Lo interesante es el resultado y los enlaces que logra entre arte
y ciencia.
Hay algo que siempre es llamativo: el público que no está
del todo familiarizado con la gramática del arte suele destacar las
obras por su grado de dificultad. Como si lo difícil fuera lo único
valorable. En esta obra, ese primer obstáculo está superado con creces.
La máquina de Molin es una estructura hiper compleja, no sólo por la
forma y los dispositivos que la integran, también por la precisión. La
música se construye en el trabajo con el tiempo. El tiempo, para Molin,
es una consecuencia mecánica y su principal aliado estético.
La idea surgió durante una visita al museo Speelklok de
Ultrecht, donde se exponen instrumentos mecánicos. Cuando vio el trabajo
de Matthias Wandel quiso aplicar parte de sus conocimientos técnicos
–que estudió a través de su canal en Youtube– en un mecanismo propio.
Así fue que él mismo creó las 3000 piezas que componen la obra, titulada
Marble Machine. Usó 3000 tornillos, 500 piezas de Lego, 2000 bolitas y
cinco planchas de abedul báltico. “Fue un proceso arduo, pero solucionar
problemas me pone en movimiento. La razón profunda por la que
desarrollé esta máquina es que el proyecto entero es una verdadera
fiesta de resolución de problemas”, explica Molin.
La máquina alcanza una sonoridad cálida. La madera y el
metal, dos materiales nobles en el universo de la música, se fusionan
orgánicamente, no suenan fríos ni obvios. Los métodos implementados son
los mismos que se usan en una cajita de música, sólo que más grandes, en
distintas secuencias y con otros fines. Molin redimensiona los
criterios de funcionalidad: los extrae de la lógica industrial y los
suelta en el terreno artístico. Usa los mismos recursos para nuevas
ideas, entonces logra un impacto artístico que alcanza terrenos que
exceden el arte.
Este instrumento fue ideado para hacer música con Wintergatan,
su banda de música progresiva. El problema es que todavía es muy
difícil de transportar. Se tarda entre tres y cuatro días en desarmarlo y
rearmarlo; además, su funcionamiento todavía no es perfecto, tiene
algunas fallas que se están corrigiendo y para sacarlo de gira es una
complicación. Propuestas, a siete meses de su presentación mundial, no
le faltan.
Poco importa si Molin quiso citar a los grandes artistas
científicos, como Leonardo da Vinci o Theo Jansen. Tampoco importa si
conoce la historia de los autómatas, o si creyó que lo suyo era una
novedad única. Lo que vale, más allá de toda la parafernalia mecánica y
de cualquier bibliografía sobre arte, es la capacidad que tiene su obra
de dialogar con las ideas de este siglo. Desde la electrónica y la
mecánica, en una síntesis muy humana, ubica una máquina con diseño
propio al servicio de una banda. Incorpora los conocimientos de la
industria dura para hacer canciones.
Desde la lectura política hay dos cuestiones a subrayar.
Primero, que el mecanismo funciona con el impulso del cuerpo. Hay ahí
una postura sobre el valor de la producción artística. Segundo, su obra
es una contestación al caos inherente a las piezas de música
experimental. Lo cual se agradece. Además, logra despertar la curiosidad
de un arco de público amplio. Eso es insubordinación pura.
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